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Zamora, la maravilla
Esta nota no tiene nada que ver con la política. Tiene que ver con la otra vida, que la hay fuera de la política, y bien apasionante.
Estuve en Zamora hace unos días. Fui a dar una conferencia en el Club del periódico zamorano 'La Opinión'.
La cuestión es que recorrí la ciudad, parte de cuyas calles todavía están en obras para modernizar el pavimento y las conducciones, y me encontré con un lugar deslumbrante.
Decenas de iglesias románicas, más de 23 hay en la ciudad, rincones modernos, bares de tapas, vino insuperable...
Y también gente culta, aguda, chispeante, audaz, vanguardista.
Cenamos en un hotel espléndido, recién levantado en un lugar asombroso: una antigua fábrica alcoholera que, a su vez, escondía tras su tapia una iglesia románica y un convento con portada renacentista.
Cuatrocientos años estuvo tapado el ábside de la iglesia románica por una tapia del convento, primero, y de la fábrica, después. Al final, el resultado es imponente. El hotel, hermoso y funcional, conserva la soberbia chimenea de ladrillo de la alcoholera. A su lado, pegadita a ella, se levanta la iglesia románica.
Dentro del hotel se conservan muchas de las piezas de la fábrica: vasijas, bidones, maquinaria de comienzos del siglo pasado.
En sus paredes cuelgan fotografías de uno de los grandes, si no el más grande, de los fotógrafos españoles contemporáneos: Alberto García Alix.
Y, para mayor remate, el arquitecto de este hotel tuvo una idea realmente genial: encargó a un grupo de 'graffiteros' que reprodujeran a su estilo 'Las Meninas' de Velázquez. Y allá que se los llevó el arquitecto Francisco Somoza a todos ellos al Museo del Prado. El resultado ha sido espectacular. Hay cuadros realmente magníficos. Y allí están, colgados en las paredes del hotel, cuyo comedor está instalado, entre otras cosas, bajo la bóveda del antiguo convento.
En fin. Un lujo. Una gente, como digo, culta y refinada, moderna, atrevida, amena y deliciosa.
Una ciudad fantástica con paisajes que yo no pude visitar pero de los que me hablaron con pasión: los llamados Arribes del Duero, por ejemplo, que son unas cortadas de 200 metros de piedra entre las que discurre el Duero. Me dicen que hay un barco que recorre el cañón de los Arribes y que en un silencio imponente se ve y se escucha a las aves rapaces que pueblan la zona y cuyo sonido multiplica el eco de la piedra.
Todo esto está en Zamora, un lugar al que hay que ir expresamente porque no está de paso hacia ninguna parte. Un lugar que es, en mi recuerdo, mi última maravilla.
De política volveremos a hablar mañana.
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