SANABRIA-LA CARBALLEDA: El mundo escondido
Publicado en La Opinión de Zamora
En Porto, la "capital" del valle de Bibey, los vecinos mantienen ancestrales costumbres y un lenguaje propio entre el sanabrés y el gallego
P. A.
Ical.- Se llama Amador Bruña y es el último constructor de rabeles que queda en el valle del Bibey. Vive en Porto, se jubiló hace años, y no da abasto a cumplir todos los encargos que recibe. Los confecciona con apenas media docena de utensilios caseros en los bajos de su vivienda.
Utiliza la azuela, los formones y las gubias con una inusitada maestría y, con extremada rapidez, da forma a una pieza de chopo o de abedul. «Lo más desagradable», comenta sentado en el escaño del comedor de su casa, «es secar las pieles, por el mal olor que desprenden. Las cuerdas las fabrico con pelo de cola de caballo». No hay que animarlo mucho para que afine alguno de los rabeles y entone una melodía pastoril.
Amador, con la modestia de quien no entiende esta labor como un oficio sino como un divertimento, no da mucha importancia a su trabajo, mientras comenta que de niño aprendió a elaborarlos observando como los modelaban los pastores que recalaban en Porto durante el verano. Eran otros tiempos.
El viajero siempre recordará su primera visión de Porto, la capital del valle del Bibey. Ante sus ojos se extiende una inmensa pradería totalmente verde y dividida en múltiples parcelas. Solo escuchará el ruido que provoca la brisa al tropezar con las hojas de un bosquete de abedules a sus espaldas y el correr del agua de un incipiente y caudaloso río, el Bibey, que corre, atropelladamente, a sus pies.
La espléndida panorámica es la primera recompensa tras un tortuoso viaje en coche. Casi una hora para recorrer los apenas 30 kilómetros que separan el desvío de la Autovía de las Rías Bajas, que enlaza el resto del mundo con esta comarca perdida en las laderas de la Sierra Segundera, en la parte más occidental Sanabria, al límite con Galicia. Entre los cuatro pueblos del valle, Porto, Barjacoba, Pías y Villanueva de la Sierra, no superan los 300 habitantes.
Los 150 que residen en Porto viven o han vivido de la ganadería y, aun hoy, observan con curiosidad y sorpresa al forastero. No están muy habituados a recibir turistas. Aquí, apenas si recalan los tratantes de ganado venidos del País Vasco en busca de los mejores machos de vacuno de la raza alistano sanabresa que aún pastan en este paraíso verde; algún que otro grupo de montañeros ansiosos de coronar la mítica Peña Trevinca; y avezados pescadores, que las aguas del Bibey tienen fama de guardar exquisitas truchas.
Caserío
Las laberínticas calles de Porto conservan buena parte de su antiguo empedrado. Son tremendamente estrechas, lógico, deben resguardar a los vecinos de los fríos invernales, comunes en localidades como ésta, situadas a 1.200 metros de altitud.
Las casas son de piedra, macizas, sin apenas ventanas, con techos de pizarras y corredores o "sequerios" de madera. La parte baja de la vivienda la ocupa el ganado y la superior los propietarios. ¿Dónde radica la belleza de estas construcciones? En la sencillez. Todo tiene una utilidad. La arquitectura tradicional de Sanabria es el ejemplo de la sabiduría popular.
Lorenzo Tomás, el último joven que ha tenido que emigrar ante la falta de futuro, regresa siempre que puede a Porto. «Mira que verruga más grande tiene la pared», indica mostrando una enorme panza que sobresale de una de las viviendas. «Son los hornos, fornos los llamamos aquí, es donde se cocía el pan. En Porto hemos tenido que ser autosuficientes y cada familia sabía hacer de todo. Con dos cochinos y un ternero, que se mataban en otoño, pasábamos todo el invierno».
El pan de centeno ahora sólo lo cuece Dominica, la propietaria de la tienda de comestibles. Un portento de mujer. Su comercio es una especie de micro-hipermercado donde se encuentra de todo, hasta un pequeño dispensario de farmacia.
Aquí, sus gentes hablan una especie de gallego. Es el "portexo", una lengua melosa que ha recogido y mezclado términos sanabreses y galaicos. Pero no se preocupen, en cuanto notan la presencia de un extraño continúan hablando en castellano. Esta es una de las muchas cualidades que sobresale entre las gentes del Valle del Bibey, su afabilidad. No es difícil acabar la jornada merendando en la casa de algún vecino. Entonces, contarán que los últimos niños marcharon con sus padres hace una década a Puebla de Sanabria, porque cerró el colegio.
Se lamentarán de que son una población envejecida y rememorarán tiempos pretéritos, cuando circulaban los carros chillones para recoger la hierba recién segada, tirados por parejas de machos, que se guardaban en la "pallaregas".
La voz de su amo
El paseo hacia lo más profundo del valle supone remontar el cauce del Bibey. El río baja salvaje, revoltoso, formando pequeñas cascadas y recogiendo el caudal de numerosos regatos que descienden de las montañas. En las altas praderías, los rebaños de vacuno pastan en cuando desaparecen las nieves. Las laderas están roturadas en parcelas separadas por cercados de piedras. Cada uno de estos prados tiene su dueño y, por supuesto, su topónimo. Los propietarios del ganado acuden casi a diario para contar los ejemplares y comprobar que ninguna res se ha perdido.
Hay que madrugar para acompañarlos.
La ceremonia comienza cuando el ganadero grita unos sonidos ininteligibles y muestra una bolsa de plástico, que porta en una de sus manos. No puede ser verdad lo que ocurre. Una treintena de vacas que estaban pastando a una par de kilómetros de donde se encuentra el pastor, se acercan al galope. «¿Por qué atienden a tu llamada sólo ese rebaño y no esos otros que están al lado?», pregunta el forastero. Casi se enfada el lugareño.«¡Caramba, porque éstas son las mías!». O sea, que las reses reconocen la voz de su amo y acuden al reclamo. La recompensa por llegar con tanta celeridad a la llamada es un puñado de sal, que los animales ansían digerir para mejorar la digestión.
Este ganadero, como otros del Valle del Bibey, mantiene un pequeño rebaño de vacas de la raza alistano-sanabresa. Sólo les compensa por la subvención que reciben, esta raza autóctona da menos de carne que la charolesa o la suiza, a pesar de que su calidad es muy superior. Curiosamente, los machos sí que se pagan bien, y hay demanda, porque aún se usan en el País Vasco para concursos de arrastre.
De regreso, el pastor desvela que aún se mantienen muchas costumbres comunitarias. Los prados se siegan colectivamente, aunque cada uno tiene su dueño. Cuando un animal se accidenta en un aprisco, todos los vecinos acuden a rescatarlo. Hasta hay un enemigo común: el lobo. Para cazarlo, en Barjacoba se construyó una trampa conocida como "el curro dos lobos", que hasta hace treinta años tuvo actividad.
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